viernes, 11 de abril de 2008

Paris

Hubiera querido conocerte casualmente en Paris. Ir caminando sin rumbo fijo y, de golpe, cruzar tu mirada clavada en la mía cuando salías de un bar, de un café o de un restaurante. O si no, sin saber muy bien por qué, sentir la necesidad de entrar en una galería de arte; y, como un acto intuitivo, detenerme delante de alguna de tus pinturas. Sin entender nada, ni de composición, ni de textura, ni de equilibrio; sentir que una emoción me invade y va inundando todo mi ser. Entonces, componiendo la garganta y asegurándome de que la realidad sigue siendo realidad, escucho tu voz. Hablas con un hombre a pocos metros de mí, de cosas que no entiendo, ya sea por la rapidez o porque usas palabras que no conozco. Pero a cada rato desvías tu mirada y me observas. Tienes el rubor que no se sabe muy bien si es debido a estar ligando con otro hombre en un mundo que aún guarda algunas formas conservadoras o si es porque eres el artista y yo no soy nadie.
Pero como gozo del privilegio de no ser nadie, con total desparpajo te miro a los ojos y a la boca, afinando el oído para escuchar tu voz. Y me encantaría ser invisible para estar muy cerca y poder sentir tu olor y sentir escalofríos al rozarte mientras tú intentas ver quién te ha tocado.
Vagar por las calles de Paris hubiera tenido su encanto, pero conocerte en la galería de arte me resultaba más convincente. Cada vez más. Seguramente porque en ella se conjugaban la comunicación que había establecido con tus pinturas, el acecho de tu mirada y tu sonrisa.
Pero… ¿por qué te habrías detenido en mí? Yo había sentido la necesidad de reconocerte. Había algo en tus pinturas que me llevaban a mirarte, a sostener esa instancia de comunicación. Pero también era consciente de que era uno más, un desconocido. No sabías nada de mí. Sólo podías observar a un hombre que miraba tus pinturas y te miraba a los ojos, sosteniendo la mirada, reconociéndote en la tela y lo profundo de esa mirada. Algo de esa situación me llevaba al Paris de 1983. La ciudad que me había reunido con J-B en una relación confusa de charlas, cine y deseo. Me veía en un cine del Barrio Latino, viendo un clásico del cine francés, tocando con mi pierna la pierna de J-B, temblando en una mezcla de emoción al sentir su calor y de temor al rechazo. O aquella tarde en que, fascinados, nos diluíamos en las butacas viendo Querelle, de Fassbinder.
Tú tendrías unos 10 años… y eras el niño que nos cruzamos y que clavó su mirada en la mía aquella fría tarde en el Boulevard Saint Germain des Près.
Hubiera querido conocerte casualmente en Paris, en una galería de arte…. pero no fue así; te conocí en una página web, navegando, imaginando.